5/2/10

El silencio de los desnaturalizadores


El silencio de los desnaturalizadores

JEFFREY SWARTZ

Lo más llamativo de entre las reacciones a ciertos comentarios y acciones de algunos políticos catalanes—el padrón de Vic incluido--sobre la inmigración durante el ambiente actual de pre-campaña electoral, donde se resucitan temores sobre el riesgo de que los inmigrantes desnaturalicen la identidad catalana, es el relativo silencio de la población inmigrada. A la medida que se acercan los comicios catalanes y estatales, estas contradicciones irán a más. El atrevimiento de los que apelan a sentimientos de odio y desconfianza hacia los inmigrantes no tendrá ninguna respuesta por parte del colectivo inmigrado, muy lejos de forjar una alternativa “militante”. 
La pasividad de los inmigrantes sorprende, sin embargo, porque se tratan de gestos y discursos deliberadamente ofensivos para las personas inmigrantes residentes en Cataluña. Son además cínicos, al coincidir con el primer momento en la historia del país con una población inmigrada importante afectada por el paro. Hasta ahora a los empresarios y a la derecha xenófoba les ha ido bien el sobrante de trabajadores extranjeros, que les ha permitido abaratar costes y utilizar a la inmigración para debilitar las estructuras de seguridad laboral. 
La convivencia de Vic y de otras poblaciones se basaba en la ventaja de disponer de números importantes de extranjeros contribuyendo a la seguridad social, pero difícilmente organizados en el sentido sindical. Los recién llegados son democráticamente inofensivos. Recordamos que la última amnistía para los sin papeles en el 2005 fue ampliamente celebrada por aportar fondos al estado en forma de cotizaciones de medio millón de trabajadores. Los inmigrantes, nos decían, por tratarse de gente joven, nos aseguraba a los demás la jubilación. Pero pocos se quejaron por el hecho de tener una cifra astronómica de personas sin el derecho democrático más fundamental: el voto. 
Pretender defender la cultura catalana en la manera que lo ha hecho algunos nacionalistas, con distorsiones y mentiras constantes sobre la historia y la realidad catalana, es menospreciar la contribución de los inmigrantes a la sociedad. Pero las intenciones son calculadas: la idea es estigmatizar a aquellos con menos posibilidades, por razones sociales, educativas y económicas, de acceder a una plena integración en la sociedad receptora (la misma razón que haría discriminatoria una tarjeta por puntos que condiciona derechos sociales a cupos de catalanidad).
Son posiciones que aprovechan de la indefensión de aquellos que no han encontrado su voz como individuos y como colectivo, o bien, al encontrarla, no tienen por donde hacerla oír.
Hablar de un núcleo “natural” sin impurezas amenazado por factores externos de riesgo es apelar a un concepto esencial y orgánico de la identidad de un pueblo. Quizás la manifestación más infame de este discurso latente la hizo Marta Ferrusola, entonces mujer del presidents de Cataluña y madre del portavoz actual de CiU, en una conferencia cobarde y abiertamente racista hace nueve años este mes en la Fundació Caixa de Girona. Heribert Barrera, entonces ícono de ERC, subió al carro pocos días después con comentarios favorables a las posiciones del neo-fascista austriaco Haider. Los comentarios racistas de Barrera, que delatan un pensamiento cercano al suprematismo blanco, nunca se han censurado en el partido que le ha puesto como presidente de honor. Ninguno de los dos ha tenido el valor ético de rectificar, y el partido de Pujol Ferrusola sobre todo sigue utilizando las agresiones verbales contra los extranjeros para consolidar animicamente su electorado.
Según se formulan estas posturas, los elementos foráneos y extraños se explican en términos casi virales, bacteriológicos, como elementos peligrosos que amenazan infectar y así debilitar el cuerpo central. Se trata de un lenguaje metafórico, llevado del campo de las ciencias exactas al terreno sociológico y político, que ha fundamentado y sigue alentando los grandes y más difames momentos xenófobos del último siglo, con todas sus consecuencias. 
Pero lo que más duele, bajo mi perspectiva como persona conocedora, admiradora y participante en la cultura catalana, es que aquellos que hablan de “desnaturalizar” la nación están falsificando la realidad de la sociedad que ellos mismos han contribuido a crear a lo largo de treinta años de instituciones democráticas y mercados cada vez más liberalizados. 

CiU pone la identidad de Cataluña a la venta
No son los inmigrantes, desde luego, que han entregado amplios sectores de la economía catalana llamados “tradicionales”, y por tanto identitarios, a modelos provenientes de la globalización.
No son los inmigrantes que han presionado porque los campos de cultivo bajo su propiedad se recalifican en terrenos urbanizables; si el campo catalán y su pagesia no ha desaparecido a un ritmo aún más alto es gracias en parte al mano de obra de trabajadores extranjeros--muchos de ellos ilegales y con sueldos indignos–que ha facilitado su permanencia y en algunos casos su modernización. 
La pérdida del pequeño comercio familiar—el petit botiguer de toda la vida—a través de traspasos lucrativos o la venta de locales a franquicias y cadenas de marcas internacionales y nacionales, o bien a causa de la implantación de grandes superficies en el extrarradio, son cambios impulsados por el propio empresariado catalán
.
Son los mismos que adornan sus escaparates navideños con Santa Claus, o que promocionan el Halloween o el San Valentín, lo que desvirtúa – ¿no dirían los defensores de la Catalunya “natural”? – el calendario natural de fiestas tradicionales catalanes y sus costumbres. 
¿Acaso son nuevos inmigrantes los pequeños y medianos industriales—símbolos del empuje catalán desde el XIX—que han vendido sus fábricas a multinacionales extranjeras, con el consecuente riesgo de deslocalizaciones, para luego reinvertir sus ganancias en sectores más especulativos pero menos innovadores como la construcción? 
Si no hubiera sido por la inmigración y su aportación laboral a sectores simbólicamente importantes para la retórica nacionalista, el patrimonio catalanista del campo, el comercio y la fábrica tal y como se ha definido por el nacionalismo liberal-simbólico hubiera desaparecido con aún más contundencia. 
Si luego pensamos que son sectores –pagesos, botiguers, industrials—tradicionalmente asociados con el voto a partidos como el CiU, las incitaciones de desconfianza hacia los inmigrantes por su papel en la desnaturalización del país resulta ser de una hipocresía absoluta

El silencio de los inmigrantes
Pero volvemos al tema con que hemos empezado, que es el silencio de los inmigrantes ante hechos y declaraciones que les afectan directamente. No parece normal, desde la óptica de una sociedad donde los derechos de libre expresión son asegurados por el marco legal, y avalados por los mecanismos sociales de libre intercambio de ideas, que los inmigrantes se inhiben con tanta facilidad ante hechos o declaraciones que tratan directamente de su presencia y papel en Cataluña. No parece normal; pero si atendemos a los casos a nuestro alrededor, de otros países europeos que han vivido el fenómeno de la inmigración durante más décadas, y que tienen entre ellos personas que representan hasta la tercera generación de una familia inmigrada, veremos que es posible tipificar con bastante acierto el proceso de integración en función de cambios generacionales y de países de procedencia. 
En todos los casos, y a excepción de una pequeña minoría de élite que cambia de país por razones que no tienen que ver con la mejora económica, la cuestión del bienestar básico tiene prioridad sobre todas las demás consideraciones para la primera generación de inmigrantes, que es la situación dominante en España. Las primeras generaciones inmigradas suelen sacrificarse, y no sólo a través del trabajo (recordemos que los inmigrantes tienen una tasa de ocupación más alto y por lo tanto trabajan más que los españoles en circunstancias normales), pensando en consideraciones futuras: la estabilidad económica y la educación de sus hijos. Si a esto se añade un primer periodo en el país en situación ilegal, que obliga a vivir de manera invisible para no provocar las iras de las fuerzas de seguridad o de la administración pública, se puede concluir que una buena parte de los inmigrantes ha pasado por un aprendizaje en el silencio y la pasividad social y político. 
Ante los caprichos y hasta abusos de sus jefes, conocedores de su fragilidad legal, suelen callarse y tragar. Lo mismo pasa en la contratación de servicios, en los bancos, en los abuso administrativos (a mí me llegaron a decir, después de recoger un permiso de residencia a finales de los 90, que los funcionarios que habían tratado a mi caso 3 años antes me habían engañado). 
Efectivamente, como parte del proceso de integración, el individuo inmigrado aprende a extirpar de su propia identidad como ser humano aquel “órgano interno” que se emplea en una sociedad libre para reclamar derechos y buscar activamente la plena dignidad en voz alta. Se trata de un acto de renuncia, especulativo y hasta estratégico, que conlleva a la negación de la voz propia y el pleno ejercicio de la humanidad propia.
A pesar de todo, si los inmigrantes no carecen de derechos y posibilidades para integrarse, es gracias al marco de protección legal y social que les otorga el país receptor. Actualmente en España los derechos y los avances en las condiciones de los recién llegados se reclaman desde algunos partidos políticos, los sindicatos y las ONG. Pero no existen organizaciones importantes de inmigrantes ni tampoco ningún individuo en forma de líder moral con capacidad para presionar efectivamente a los estamentos políticos. Así que la voz de este colectivo es tutelada por otros. Algunos sectores de la sociedad sin derecho a representarse y/o votar, como los menores de edad, dependen de terceros para su protección. Los inmigrantes también. Sin identidad política propia y bajo la tutela de otros, el estado de los inmigrantes legales pero sin voto en España es comparable a la situación de las mujeres antes del sufragio universal, perdonando las distancias históricas. Dependemos, democráticamente, de un mundo que nos paternaliza.
Sólo así se explica que se puede plantear la necesidad de un debate sobre la inmigración (como se hace habitualmente en los debates electorales televisivos y las tertulias radiofónicas) sin contar con los propios afectados. El grado de manipulación de la voz, la identidad y el sentir de los inmigrados por parte de la Corporació Catalana de Mitjans Audiovisuals es notoria, parecida a la manipulación que se hace de la realidad catalana en la prensa española de derechas. Es la única manera de entender el descaro de algunos líderes políticos a la hora de hacer acciones y declaraciones ofensivas que refuerzan la idea que representamos un peligro para la identidad catalana. No existe la menor preocupación por la reacción que se podría producir entre nosotros los inmigrados. Quizás cuando los hijos de segunda o tercera generación se educan en nuestras universidades, acceden a cargos de poder y aprenden a manejar los hilos de diálogo político, su reacción importará más. Pero para ahora las aulas universitarias, donde se reafirman los lenguajes y formas de los élites sociales a través del conocimiento, son todavía dominadas por la misma franja demográfica que dominaba el país en los años 80.
A falta de otro mecanismo que legitime el inmigrante ante la sociedad, y sin tener que esperar a que generaciones futuras ganen en legitimidad como interlocutores válidos, se presenta con cierta frecuencia la posibilidad de dar al inmigrante el derecho de votar, aunque sea sólo en elecciones locales. La voz electoral de los inmigrantes, como mínimo para silenciar a los políticos con sus injurias valientes. Sería una buena manera de activar la voz pública hasta ahora inaudible de los inmigrantes, y poner fin al silencio de los desnaturalizadores.